Jalal ud-Din Rumi (1207-1273), el mayor de los místicos islámicos, un extraordinario poeta del amor. Nació en Afganistán, pasó por Irán y vivió y murió en Konia, Turquía. Era un erudito profesor de teología. Todo cambió en su vida cuando se encontró con el fascinante monje Shams de Tabriz. Como se dice en la tradición sufí, fue «un encuentro entre dos océanos». Ese maestro misterioso inició a Rumí en la experiencia mística del amor. Su agradecimiento fue tan grande que le dedicó todo un libro de 3.239 versos, el Divan de Shams de Tabriz.
La efusión del amor en Rumí es tan avasalladora que lo abraza todo: el universo, la naturaleza, las personas y sobre todo a Dios. En el fondo se trata del único movimiento de amor, que no conoce divisiones, sino que enlaza todas las cosas en una unidad última y radical tan bien expresada en el poema Yo soy Tú: «Tú, que conoces a Jalar ud-Din (nombre de Rumí), Tú , el Uno en todo, di quién soy. Di: soy Tú». O aquel otro: «De mí no queda sino el nombre; todo el resto es Él».
Esa experiencia de unión amorosa fue tan inspiradora que hizo que Rumí produjese una obra de 40 mil versos. Famosos son el Masnavi (poemas de cuño reflexivo-teológico), el Rubal-yat (canción de amor a Dios) y el ya citado Divan de Tabriz.
Esta experiencia mística es similar a la de San Francisco de Asís, Santa Teresa de Ávila, Santa Xênia de Rusia y también Rumí.
Como expresión de esta locura divina inventó la sama, la danza extática. Consiste en danzar girando sobre sí mismo y alrededor de un eje que representa al sol. Cada derviche –así se llaman los danzantes- se siente como un planeta girando alrededor del sol que es Dios.
Difícilmente en la historia de la mística universal encontramos poemas de amor con la inmediatez, la sensibilidad y la pasión de los poemas escritos por Rumí. En un poema del Rubai’yat canta: «Tú, único sol, ¡ven! Sin Ti las flores se marchitan, ¡ven! Sin Ti el mundo no es sino polvo y ceniza. Este banquete y esta alegría, sin Ti quedan totalmente vacíos, ¡ven!
Uno de los más bellos poemas, por su densidad amorosa, me parece que es éste, tomado del Rubai’yat: «Tu amor vino hasta mi corazón, y se marchó feliz. Después volvió, se puso los vestidos del amor, pero, una vez más, se fue. Tímidamente le supliqué que se quedase conmigo al menos por unos días. Él se sentó junto a mí y ya se olvidó de partir»…
La mística desafía la razón analítica. La sobrepasa, porque expresa la dimensión del espíritu, aquel momento en el que el ser humano se descubre a sí mismo como parte de un Todo, como proyecto infinito y misterio abismal, inexpresable. Bien notaba el filósofo y matemático Ludwig Wittgenstein en la proposición VI de su Tractatus logico-pilosophicus: «lo inexpresable se muestra, es el místico». Y termina en la proposición VII con esta frase lapidaria: «Sobre lo que no podemos hablar, debemos callar». Es lo que hacen los místicos. Guardan un noble silencio, o cantan, como hizo Rumi, pero de un modo tal que la palabra nos conduce al silencio reverente.
(Textos de la biografía de Leonardo Boff)